Los famosos también sudan. Unos más que otros, como los anónimos. No es lo mismo llegar a los sitios a pie y tener que esperar tu turno bajo la solanera, que arribar a bordo de tu cochazo conducido por tu chófer y que te lleven directamente a besar el santo. Así, en volandas, sin tiempo de romper a sudar bajo los 43 grados de la tarde más calurosa del verano, portaron el otro día a Isabel Preysler, Nuria González y Genoveva Casanova, celebérrimas esposas de sus célebres maridos, al concierto del cantante mexicano Alejandro Fernández en el Teatro Real de Madrid. Como a las auténticas estrellas de la cita.
No pasaron por taquilla, por supuesto. Fernández en persona les había enviado una carta y una botella de tequila rogándoles que aceptaran honrarle con su presencia. Pero antes de ocupar su lugar en el palco, pagaron el peaje implícito. Posar, sin un brillo en su perfecto maquillaje, entre un telón con el logo del artista estampado hasta el infinito, y medio centenar de fotógrafos y periodistas que les inquirían a grito pelado por lo guapas que son, el tipo que tienen, y sus respectivos planes de vacaciones. Mientras, actrices de la talla de Kity Manver, Lydia Bosch y Asumpta Serna sudaban la gota gorda en la vasta cola de celebridades que esperaba para cumplir idéntico trámite. Si, entre los famosos también hay clases.
Eso es, en esencia, un photocall. Una cita para una foto que les interesa tanto al fotógrafo como al modelo como a quien paga la sesión y el estudio. Una parada consentida en una especie de muro de ejecuciones ante el que un pelotón de cámaras acribilla a flashazos a una serie de personalidades requeridas por alguien al efecto. En este caso, se trababa de dar lustre a un recital de un ídolo de masas en México, pero no tan conocido en España. La práctica, no obstante, se ha generalizado de tal modo que raro es el acto social que no cuenta con uno para atraer a los medios. A falta de contenidos, o al menos de contenidos interesantes, la foto es a veces el único mensaje con posibilidades de ser publicado.
De los Oscar de Hollywood, a las cumbres del G-8. De la presentación de las memorias de los expresidentes del gobierno, a la de una línea de sartenes en un híper. De la glamurosa fiesta de una revista de moda, al cumpleaños de la extra ordinaria protagonista del último reality de medio pelo. En todos los casos, se trata de vendernos algo.
Porque, además de constituir una feria de la vanidad, la vacuidad y la tontería más absoluta —“Pues claro, son mis nietos”, respondía en el Tearo Real Ana Rodríguez, exesposa del expresidente del Congreso, José Bono, a la agudísima pregunta de si estaba feliz con los hijos de sus hijos—, los photocall dan de comer a mucha gente.
A la marca que lo paga buscando publicidad añadida. A la agencia que lo diseña, lo organiza y convoca y pastorea a las deidades y a los periodistas. A los medios que llenan páginas, bytes y minutos de televisión con las imágenes. Y a los famosos los primeros.
No hablaremos de las fortunas que ingresan aquellos elegidos como embajadores de las firmas, algo así como la imagen de las mismas en la pretenciosa jerga del oficio. Pero, sin llegar a los 20.000 o 30.000 euros que se pagaban en tiempos de vacas gordas a ciertas luminarias simplemente por poner su cara bonita a tiro, algunas siguen cobrando lo suyo porque hay alguien dispuesto a pagárselo. En esto, puede haber sorpresas. El caché depende de la oferta, la demanda, y el valor añadido del interesado en cada momento. No siempre los más cotizados son los mejores, ni los más guapos, ni los más finos. En el género rosa, una boda, un embarazo y, sobre todo, una ruptura de mala manera, siempre venden. Y se paga, en metálico o en especie, porque no solo de pan vive el famoso, porque además engorda. El tequila gentileza de Fernández a Preysler y compañía es un nimio detallito al lado de los modelitos, bolsazos y demás surtido de prohibitivos productos de moda, belleza y lujo con que las marcas agasajan a quien se deja. Por no hablar del hecho de que ciertos masajes de egos no tienen precio. Y de que, por haber, habría gente dispuesta a pagar para seguir en el candelabro, que decía Sofía Mazagatos. Siempre ha habido clases.
En el photocall del Teatro Real el otro día, desde luego, estaban clarísimas. Los periodistas, convocados tres cuartos de hora antes, habían sido colocados según estricto orden de audiencia. Primero, Europa Press y G3, las agencias que distribuyen las imágenes al resto de medios. Después, ¡Hola!, la Biblia en pasta del gremio, y los cronistas de campanillas. Después, las teles. Programas como Qué tiempo tan feliz, Sálvame, Cazamariposas (Telecinco) y Todo va bien (Cuatro) con sus respectivos reporteros estrella dando la nota. Y, por último, luchando a codazo limpio por el mejor ángulo y la exclusiva más planetaria, la tropa de fotógrafos y plumillas.
Todos fueron presa de estupor y temblores —como exigía el emperador de Japón a sus súbditos en su presencia, según el libro homónimo de Amelie Nothomb—, cuando arribó, por fin, Isabel Preysler del bracete de Nuria González. El advenimiento provocó tal terremoto de flashes y tal tumulto de cuerpos que hasta el camarógrafo de Qué tiempo tan feliz acabó rodando por los suelos frente a la mirada de su veterana jefa, María Teresa Campos, una de las celebridades invitadas.
Un éxitazo, el photocall de marras. Solo hay que ver el despliegue de retratos que publican las revistas esta semana. Si Alejandro Fernández está presente en los medios españoles diez días después de su concierto es por la fascinación que, pese a quien pese, sigue despertando la fama, el poder y la belleza —la de Romina Belluscio, madre del hijo de Guti, además de lade otras presentes en la gala, apabulla lo suyo— entre las masas.
“Queréis la fama, pero la fama cuesta y aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor”, decía Lydia, la profesora de la serie Fama, a sus pupilos. Cuenta un célebre médico estético que ciertas embajadoras se pinchan bótox en las axilas para bloquear las glándulas sudoríparas y evitar bochornosos cercos. Puede que, además del cochazo climatizado, algo de eso haya en el misterio de las señoras que no sudan, dicho sea con la consabida presunción de inocencia.
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